sábado, 12 de noviembre de 2011

La chica del vestido azul

Le gustaba contar los segundos que pasaban hasta que los autobuses se aproximaban tanto a ella que le vencía el miedo y tenía que subirse a la acera.

Esa noche los copos de nieve caían como cristales, pero su cara parecía tener inmunidad ante la diosa del frío y permanecía intacta y hermosa, preciosa y altiva con el vestido azul que le regalé. No comprendía por qué me había citado a esas horas de la madrugada, pero cualquier atisbo de enfado se esfumó al verla allí de pie, en el lugar en que tantas veces nos habíamos besado.
Cuando me aproximé a su cara y pude ver sus ojos, me asustó el baño de lágrimas que apunto estaba por desbordar hacia sus mejillas y con ánimo de hacer menos doloroso lo que ya tanto dolía la fundí entre mis brazos en una aleación casi perfecta.

El tiempo claramente se paró y dos mundos parecieron juntarse. Su pelo olía a fruta, siempre olía a fruta. Sentí su cara suave, casi como la seda que acariciaba mis dedos cuando la tocaba. Y bailamos, bailamos largo rato, bailamos triste y bailamos alegre, todo en uno, en un compás perfecto.

- Adios amor mío....

De repente, todo lo inalterable quedó destruído, yo abrazaba el aire, pero aún la sentía allí.

- Alicia! Alicia! no te vayas aún....

Cada noche rememoro aquel momento en que danzábamos en un compás perfecto entre el mundo de los vivos y el de los muertos y ella me regaló su último adiós.

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