El individuo caminaba sin pausa. Iba
desnudo pero eso no le causaba ningún pudor. Se sentía protegido.
Subía incansablemente la empinada
cuesta mientras agradecía a Dios, a Gaia o al movimiento de las
placas intercontinentales, la fascinante estampa impresa en sus
retinas. Al lado del sendero crecían robles, nogales, helechos, y
hasta algún desorientado eucalipto que cubría con sus alargadas
hojas el lecho. El suelo se componía de rudas raíces, que se abrían
paso entre fuertes rocas y endeble barro.
El individuo subía.
Subía lento pero ligero; liviano pero
con fuerza, apoyado en una vara que formaba parte de su cuerpo. De su
espalda brotaba una protuberancia, que cualquiera hubiera considerado
deforme, pero que él consideraba hermosa. Avanzaba con paso
decidido, hasta que se encontró con una encrucijada.
Dos senderos se abrían ante él. El de
la izquierda ascendía largo, duro y desafiante. El de la derecha
bajaba sinuoso, fácil, sencillo. Tomó la opción cómoda. Descendió
contento. Avanzaba rápido, casi corriendo.
Un estruendo sacudió la tierra.
El individuo apenas logró atisbar la
ola de cruces amarillas que se lo llevó. Eran demasiadas, y lo
arrastraban camino abajo como una muñeca de trapo. Se hundía en
aquel mar de señales, difícilmente conseguía respirar. La
sensación de bienestar que le llenaba antes desaparecía. Sentía
vergüenza de sí mismo. Se veía feo. No entendía por qué estaba
donde estaba.
Perdió definitivamente sus fuerzas.
Pero una mano se le apareció. Con un
esfuerzo titánico la asió. Su salvador lo aupó a lo alto de una
rama y lo ayudó a mantener el equilibrio en el precario asiento. El
individuo lo miró y vio que su rostro era una amalgama de personas
que había conocido en algún momento desde que comenzó su viaje. Un
ente comunitario había acudido a librarle de la rendición.
El individuo lloró.
Su salvador le limpió las lágrimas y
le enseño lo que su puño cerrado guardaba: Un alfiler con una
flecha amarilla.
David despertó. Se hallaba en la
litera inferior de una habitación comunal con una docena más de
personas. Oyó ronquidos de una cama próxima. Cuchicheos
agradeciendo que quien quiera que fuese hubiera dejado de hacer
ruido. David hundió la cabeza en la almohada e intentó volver al
sueño. Cerró los ojos con fuerza.
De pronto, las luces de la habitación
de encendieron. Unos pasos avanzaron entre las literas. Ángel, el
hospitalero de Markina, gritó: “Egun on. Buenos días. Good
morning. Bonjour. Buongiorno. Guten Morgen.
Hoy es un precioso día para caminar.”
David maldijo por lo bajo. Apartó de
su mente cualquier idea de seguir con su sueño y se levantó. Era el
momento de seguir andando.
David Matos