martes, 13 de septiembre de 2011

Las gotas se acumulaban en sus mejillas y discurrían hacia el mentón al ritmo que el reloj marcaba las horas en el campanario.
Su vestido estaba ajado, pero era un vestido de fiesta que jamás soñó tener, lleno de pedrería que marcaba hasta el más mínimo detalle.
Allí, sentada en el frío suelo del invierno, se daba cuenta de que la vida no volvería a ser igual que antes, tan siquiera parecida, había algo importante que prefería recordar durante un rato bajo la niebla.
Parecía tranquila y a la vez ausente.
Cuando el albor de la mañana se apoderó del cielo, el rostro de la joven se iba adivinando cada vez más nítido bajo el árbol de la plaza y los rayos de sol se reflejaban en su pelo cada vez con más fuerza.
Las gentes del lugar llegaban una a una a compadecerse de la joven, una a una rendían cuentas con su deber de expresar su dolor, pero ella se mantenía impasible y ausente.
Allí, sentada.
De repente en su mente algo le hizo comprender que habían perdido, ella lo sabía, tanta dedicación y esfuerzo...había perdido lo que más quería y tan solo le quedaba su voz, pero estaba tan muerta como su ilusión.
El caballo de la batalla que acababa de perder contra la calma hizo acto de presencia y rompió en mil pedazos su gesto inexpresivo, para dar paso a la desolación que habitaba en su ser.

No sabía hacer otra cosa desde que tenía uso de razón y cantó. Nadie era capaz de acudir a la plaza mientras ella cantaba, aquel llanto era lo más triste que jamás habían oído en sus vidas. Cantó, cantó noche y día hasta que no le quedaron fuerzas.

....y nació una leyenda.

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